martes, 29 de octubre de 2013

La serena hierba. Horacio Benavides. Premio Nacional de Literatura-Poesía 2013. Sílaba Editores, Octubre 2013.

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La serena hierba 

Horacio Benavides 

Premio Nacional de Literatura-Poesía 2013

Prólogo de Juan Manuel Roca 
(Texto más adelante) 

 Poemas.  Colección Sílabas del viento
Sílaba Editores, Medellín, Octubre 2013.
Sílaba Editores


Formato: 21.5 x 14 cms. Páginas: 244

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Pequeños cuadros o miniaturas espléndidas trazadas con un finísimo pincel, los poemas de Horacio Benavides me recuerdan maravillas japonesas. En este bello libro, La serena hierba, Benavides no es el niño que mira con asombro la vida diaria, sino una suerte de sabio que cuidadosamente estudia a las gentes del pueblo, sus trabajos y sus días, las fieras en movimiento, los animales domésticos, las aves que puntean el aire, las flores que no olvidan el color, en fin, un mundo elemental con el que es fraterno, y al cual, con base en imágenes y metáforas de una sencillez honda, de giros repentinos, de pequeñas sorpresas, lo dibuja con una delicadeza que nos conmueve.
En sus bellos poemas de amor la mujer se halla en la plenitud de su luz o en el llamado del vacío. Hay asimismo aquí destellos anacreónticos por las muchachas leves, el recuerdo triste por los parientes idos y el gusto esencial por los alimentos terrestres.
Al nombrar con gran belleza el mundo que lo rodea, Horacio Benavides lo encarnó para que lo viéramos y lo viviéramos. Desde la primera vez que la leí su poesía me pareció tocada por el ángel.

Marco Antonio Campos
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Horacio Benavides (Texto en la solapa del libro)
.Benavides II
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Horacio Benavides
Nació en Bolívar, Cauca, Colombia, 1949.
Vive en Cali, ciudad donde realiza talleres de poesía con niños y jóvenes.
Libros de poemas publicados: Orígenes, Las cosas perdidas, Agua de la orilla, Sombra de agua, La aldea desvelada, Sin razón florecer (Premio Nacional de Poesía Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, 2001), Todo lugar para el desencuentro (Premio nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus, 2005), De una a otra montaña (Poesía reunida, Universidad Nacional de Colombia, 2008), La serena hierba, antología, Monte Ávila, 2011.
Ha publicado también los libros de adivinanzas: Agua pasó por aquí, y Ábrete grano pequeño.
Su libro La serena hierba recibió el Premio Nacional de Poesía 2013 del Ministerio de Cultura de Colombia.
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PRÓLOGO

Por Juan Manuel Roca


Leyendo el primer ciclo de poemas de este libro de Horacio Benavides, “Las cosas perdidas”, que de alguna manera son las cosas que simulan ya no estar, pienso en esos animales que practican la tanatosis, el fingimiento de sus muertes para volver a andar ante nuestra mirada sorprendida.

Así parece funcionar a veces la memoria que, de pronto, vuelve a soplar en las cenizas del recuerdo para atrapar hechos, objetos, personas o animales perdidos.

De la infancia del poeta proceden muchas de estas cosas escondidas entre los pliegues de algunas noches memoriosas del campo, de noches cerradas cargadas de historias de aparecidos, en un orbe rural en el que animales y personas vivían a orillas del mito.

A veces es el niño de su poema “Con los pies al revés”, es el niño que “narra la pérdida de lo que no ha tenido”, como nos ocurre a todos con el Paraíso y como le ocurre a nuestro poeta con las tierras de nadie. Como los paisajes desplazados en la memoria de los expulsados de todas las sucesivas violencias.

La palabra de Benavides funciona como anzuelo para pescar imágenes almacenadas y salvadas de los muchos naufragios del tiempo. La parcela del sur del Cauca que lo habita guarda el paso discreto de su padre, un viejo arriero trocado en cafetero y con los tiempos, que son los de tantas colectividades campesinas del país, transterrado a la ciudad pero arraigado en los recodos de su silencio.

Su regreso al país perdido no se da privativamente en la palabra. Se da también en su andadura por el mundo y es por eso que su poesía es como un retorno a casa. Así lo dice en un fragmento de uno de sus más emblemáticos poemas: “Siempre entramos en la casa con los ojos cerrados” (“La casa”). Merodear en  la morada de la infancia siempre tiene un sentido de retorno. Es como entrar en uno mismo, como lo hacemos en el sueño o en un ámbito resguardado que siempre nos acompaña aunque permanezca oculto a los demás.

Todo ocurre como por ensalmo en esta poesía. Todo crece por rizoma. Y fluye como el agua, que es uno de los elementos primordiales de su virtuosa escritura. Sus aguas, como el poema mismo, duplican la flor pero ocultan su sombra. En la palabra de Benavides la rosa es nombrada y desnombrada en la pizarra del agua.

De la misma manera, cuando habla de la cadmia que aroma tantos espacios del Valle del Cauca, parece decirnos que la sombra, más que un espejo negro, es un perfume, el eco de un olor. Y en cada una de estas instancias que ligan de nuevo al hombre y la naturaleza, en cada intento por tejer con hilo de cáñamo su destino común, sorprende la compleja sencillez de sus versos, algo que lo emparenta con Aurelio Arturo y con el ascetismo de una lengua rumorosa.

Todo resulta sopesado y, sin embargo, no se le ven las costuras de su ropaje ascético, no se ve el gobierno tiránico al que muchos someten desde la parquedad preconcebida a sus versos, hasta dejar en simples bocetos lo que suponen esencial. Un buen ejemplo, su poema “El arroz”, en el que dice que “Es como el bajo/ en la orquesta/ blancura propicia/ a la melodía/ hermosura blanca”. Resulta muy atinada esa analogía, una imagen que le otorga a una comida modesta una condición armónica, un equilibrio musical: el arroz, como el bajo de una orquesta aporta su discresión, no parece un instrumento primordial pero ejerce una segura compañía.

Algo de todo esto hay en su poesía: su palabra no se impone, se insinúa; no disputa con el tema de sus versos, acompaña; no restalla entre efectos sonoros, más bien adelgaza o asordina su voz y canta a capela.

Si hay algo a todas luces celebrable en los poemas de este libro es su serena musicalidad, su transcurrir casi mimético entre objetos, animales y hombres, y en la posible hermandad de sus silencios. Y lo hace aún cuando habla de las chicharras que estallan de música, en algo que podríamos llamar las ofrendas del verano.

Recurro a un juego semejante a las adivinazas, que son la niñez de las metáforas. Y me pregunto, ¿si este poeta fuera un objeto que objeto sería? Un anzuelo. ¿Si fuera un elemento, qué elemento sería? Viento del sur. ¿Si fuera animal que animal sería? Un animal rizófago, alguien que se alimenta de raíces, unas raices que se adentran en su mundo ancestral.

Todo esto lo señalo en las vecindades adivinatorias que el poeta propicia en algunos de sus poemas a la niñez. Los cuentos de la infancia vueltos a contar desde el poema hacen un tránsito que recuerda con Huizinga que el juego es anterior a la cultura. Tal vez por esto los niños conocen, antes de saberlo concientemente, mundos y ensueños originarios. Esto es algo que también entra en el registro de su poesía.

A propósito de animales, sería difícil trascribir todos los que atrapa en su amplio bestiario. El caballo que brota de las leyendas, el murciélado que es un dios nocturno y un mendigo de día, el grillo aserrador del mediodía, el felino que aún siendo casero nos recuerda en su talante de anarquista de los tejados que uno nunca acaba de tener un gato.
Entre rumores, murmullos y aletajes hay palomas que entran al sueño buscando un poco de luz, la lagartija que aparece en una imagen bella y poderosa parece venida de otro mundo, es un escurridizo animal que siempre parece escabullirce por una fisura hacia una realidad otra. Todos son convocados a un arca de bahareque, humilde pero salvadora, en sus certeros poemas.

Así, su poema sobre el reloj, donde un pájaro “picotea y picotea el tiempo sin romperlo”, de alguna manera tiene que ver con la forma como Benavides parece apacentar los días desde una contemplación un tanto taoista. Al tiempo, que se come las migas de pan que dejamos regadas para no olvidar el camino, el hombre, en su afán de devorar las horas como Saturno a sus hijos, ha intentado reemplazarlo por un reloj mecánico e implacable.

El tiempo lento, ralentizado de los poemas de “La serena hierba”, ejerce su discreto señorío, parece envuelto en la paciencia de quien sabe con William Blake que “crear una flor es trabajo de siglos”.

Así como Horacio tiene ojos para las pequeñas cosas, para lograr ver “la sombra de agua” y detenerse ante el escarabajo dorado, tiene una mirada fraterna hacia el hombre, hacia sus labores, hacia las muchachas a las que el día lunes les corta las alas antes de volver  a los oficios y menesteres en las cocinas ajenas. Y ojos, también, para traer del pasado a viejos arrieros de mulas y sueños, como el padre hecho de largos silencios con “su sonrisa de indio” que sonríe con dolor.

En ese trato con las personas, lo mismo puede hablar de las entidades fabuladas como Ulises, que se nos ha vuelto desde las sagas homéricas un referente familiar, que de las gentes corrientes recordadas en medio de una vívida pesadilla: Juan Chilito, Pedro Daza, fantasmas en un paisaje un tanto rulfiano con ladrido de perros y temores, que parecen fundar un mito nocturno al llamado de la madre. O, en otro paraje, Evelio Silva, una presencia perseguida e inmersa en ese “horizonte de perros” del que hablara García Lorca, recorre paisajes habituales donde los hombres parecen de la misma materia de los sueños.

Desde su clara y despojada búsqueda, Horacio Benavides nos entrega un deseo que hacemos común y que en sus palabras se renueva de manera serena. En el litigio que vivimos con nosotros mismos como habitantes en tránsito del cuerpo pero habitados por un alma, con una suerte de oración o de pulso de trascendencia nos acompaña: “Ah si el alma/ pudiera despedirse/amistosamente del cuerpo. / Si le dejara dormido/ y saliera en puntillas/ como una madre que se aleja/. Ah si el alma olvidara/ mutuas ofensas/ viejos rencores...”

Es su ciclo titulado “La aldea desvelada”, en su febril fantasmario de entre casa recava  la ambición del poeta por desdoblarse, por volver e poner en el centro de su pensamiento que el hombre no tendría por qué aceptar la escisión entre él y la naturaleza, una ruptura muchas veces interpuesta por el aturdimiento colectivo a nombre del progreso. Es allí donde su raigambre campesina, como ocurre con Juan Rulfo o con César Vallejo, se rebela sin alardes.

De esa falta de énfasis nos habla el poema “Dices lo que no dices”, que cito en su totalidad: “Déjame oirte/ cuando no me dices nada/ Tu boca canta/ lo que calla/ Tu cuerpo desnudo/ narra lo invisible/ Déjame tocarte sin tocarte”.

En la libertad que nos entrega la poesía, y a lo mejor traicionando la intención del poeta, podríamos pensar en una suerte de arte poética, quizá dándole una vuelta de tuerca a un tema en rigor amoroso. De tal manera el anterior poema nos revelaría mucho del quehacer estético de Horacio Benavides. Porque es bueno que al ensalmo de la palabra oigamos lo que no se nos dice, escuchemos el canto de lo que se calla, la memoria de lo que no vemos y recobremos el tacto que es memoria.

En relación con la muerte, desde la escena de una despedida en la que las gentes del Cauca “empujan la canoa del muerto/ la cabeza en la proa/ los pies en la popa/ en el río que corre hascia el oeste” y a quien le dan una provisión de agua en calabazo y pan, a las muertes de nuestra más reciente violencia, hay un amplio lago sin orillas.

Horacio Benavides ha vuelto los ojos a un mundo rural pero no privativamente desde su adánica desnudez, no solo desde un ámbito balsámico bebido en las fuentes del sur.  En el dolido y espoleado campo del país y de sus versos, un sin nombre, un nadie, un N.N., exhibe sin quererlo su desamparo: ahora, parece decirnos, el sin nombre tendrá una cruz como la que trazaba como firma, sobre su cuerpo. Desde su registro minimalista de sucesos, ajeno a la verbosidad de uso tan corriente en la poesía colombiana, el poeta traza sin obviedades ni aspavientos un cuadro de la enquistada violencia, de su teratológica insistencia.

Benavides sabe que el mundo rural ahora es el campo minado de una turbia realidad y que caminar por las palabras que lo nombran, como si fueran piedras, es un tránsito riesgoso. El riesgo de ser emboscado por el ultraje cuando acudimos a la fiesta. “Y cuando estamos en medio de la vida, osa llorar la muerte en medio de nosotros”, decía Rilke.

Hay un poema de esa procedencia, que resulta una dura meditación (“Yo que iba para la fiesta”). Sobrecoge por los elementos elegidos para hablar de la muerte violenta: “Había comprado estos zapatos blancos/ esta ropa blanca para ir a la fiesta/ y la sangre de mi hermano/ ha salpicado la manga de mi pantalón./ Y ya es muy tarde para volver al almacén/ y no tengo ropa limpia en la casa/ y cómo salta el rojo sobre el blanco./ Seguramente ya arde la fiesta/ y el alcohol corre como el agua./ Y para colmo/ la sangre de mi hermano/ ha manchado mi camisa blanca/ aquí en el pecho”.

El telón de fondo del poema, la blancura de su ámbito, la súbita mancha fraterna y roja sobre la camisa nueva, resulta aún más terrible porque no acude al expediente de la crónica periodística. Es, con “Llanura de Tuluá”, de Fernando Charry Lara, uno de esos poemas indelebles en las páginas dolorosas de nuestra interminable autofagia.

El tema de la violencia, que ojalá solamente fuera un tema, en “La serena hierba” nos deja altos momentos. Cuando el poeta menciona y confronta la muerte pone en evidencia que tiene dolidos tratos con ella desde niño, que parece conocerla bien desde la infancia como se conoce al viejo e incómodo  pariente que decide visitarnos a horas inadecuadas, sin ningún aviso.

Así lo afirma en el excelente perfil que le hiciera recientemente Jorge Caraballo Cordovez en la revista “Arcadia”: “La violencia de este país ha marcado toda mi vida. Uno no escribe lo que quiere sino lo que puede, y yo siempre he estado atento a lo que pasa aquí, con la necesidad de decir algo, sobre todo ahora que se quiere callar, que no quieren que se ahonde en el tema”. Lo sabe bien el poeta. Y lo expresa en versos tan sentidos y verdaderos como el escrito después del asesinato de su hermano Javier Benavides, un hombre ligado a su comunidad con lazos muy fuertes de fraternidad y resistencia civil. En el mismo perfil señalado, el poeta recuerda “cuando a los cuatro años” vio por vez primera a un muerto: “Una mañana, en la colina del frente, levantaron una bandera blanca sobre una casa, señal de que alguien había fallecido”.

Coda:
Sólo me queda, poeta, desear que los heraldos blancos vuelvan a ser distintos a los emisarios de todas las violencias. Y estos versos de Voltaire en celebración de tu tocayo, el lírico y satírico latino: “¡Gocemos, escribamos, vivamos, mi querido Horacio!”, amén.

Juan Manuel Roca
Bogotá, septiembre 4 de 2013

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Fotografía (9 de agosto de 2008) : MICRo de  NTC …
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La serena hierba. Primera edición. 2011.  Monte Ávila. Venezuela. Impreso y digital
http://www.monteavila.gob.ve/mae/catalogo-resultado-detalle.php?id=751

Primera edición, 2011, 213 pp.
ISBN 978-980-01-1841-2

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